En el vasto y complejo mundo empresarial, las ideas fluyen desde todos los rincones de una organización, pero no siempre se les otorga el valor que merecen. Una falacia que resuena en estos ambientes es la falacia ad hominem: atacar a la persona que presenta una propuesta, en lugar de examinar la validez de la idea en sí misma. Esto sucede a menudo en los ecosistemas de innovación, donde la jerarquía corporativa puede nublar el juicio y donde una idea brillante de un operario puede ser ignorada simplemente porque no proviene de alguien en una posición de poder.
Un ejemplo claro de esta situación es cuando un empleado de nivel básico, alguien sin un título rimbombante o una oficina en el piso más alto, propone una mejora significativa en los procesos. A menudo, la respuesta no se enfoca en la propuesta, sino en la posición del empleado: “¿Qué podría saber él sobre esto?”. Este es el veneno sutil de la falacia ad hominem, que deja de lado las ideas frescas y revolucionarias simplemente porque su origen no es el habitual. Se descarta lo que podría haber sido una transformación de procesos porque la propuesta no vino de un gerente o un director.
Sin embargo, los datos cuentan una historia diferente, una historia de innovación proveniente de lugares inesperados. Según el Property Expert Group, más del 80% de las invenciones provienen de empleados. Estas estadísticas revelan una realidad inquietante: las innovaciones surgen en su mayoría desde la base de las organizaciones, mientras las decisiones sobre qué ideas son viables se toman en las alturas. La NSF (National Science Foundation) también arrojó luz sobre esta dinámica, revelando que entre 2017 y 2019, el 25% de las empresas con fines de lucro en Estados Unidos introdujeron alguna forma de innovación. Y dentro de estas, un 11% lanzó innovaciones de productos, mientras que el 22% mejoró sus procesos. Estas cifras, por sí solas, sugieren que las mejoras en los negocios no se limitan a un grupo selecto de ejecutivos.
Las grandes corporaciones, esas que cuentan con más de 500 empleados, aportan aproximadamente el 60% de las innovaciones del sector privado, de acuerdo con el ITIF (Information Technology and Innovation Foundation). Sin embargo, las empresas más pequeñas, con menos de 25 empleados, también juegan un papel vital, contribuyendo con el 16% de esas innovaciones. En un entorno donde los gigantes empresariales dominan las narrativas de éxito, es fácil olvidar que la creatividad y la capacidad de innovación no son exclusivas de los altos ejecutivos.
La historia del siglo XX está repleta de ejemplos que ilustran cómo la falacia ad hominem puede sofocar ideas revolucionarias. A finales de los años 80, un joven llamado Ken Kutaragi, que trabajaba en un cargo modesto en Sony, fue ignorado repetidamente. Había desarrollado un chip que mejoraba la Nintendo de su hija, pero cuando acudió a sus superiores con la propuesta de desarrollar una consola de videojuegos para Sony, se topó con la arrogancia y el escepticismo. ¿Sony? ¿Hacer videojuegos? En ese entonces, muchos en la empresa pensaban que la industria del entretenimiento digital era una moda pasajera, una burbuja a punto de estallar.
Pero Kutaragi no se dio por vencido. Se saltó la cadena de mando y llegó al entonces CEO de Sony, Norio Ohga. Al reconocer el potencial de los videojuegos, Ohga aceptó el riesgo. Aunque la primera alianza con Nintendo se disolvió, lo que vino después fue historia: la creación de la PlayStation, una consola que redefinió la industria del entretenimiento y generó billones de dólares en ingresos para la empresa. Si alguien hubiera juzgado la idea por su origen, en lugar de su valor, ¿habría llegado Sony a conquistar el mercado de los videojuegos?
En la actualidad, empresas de todo el mundo han empezado a reconocer el peligro de esta falacia. Han comprendido que la innovación no es un proceso individual, sino colectivo. Los programas de innovación que triunfan no dependen exclusivamente de un ejecutivo brillante en la cúpula, sino de equipos diversos que tienen la libertad de expresar y desarrollar ideas, sin importar de dónde provengan. Los empleados deben ser los protagonistas, no solo porque son los que mejor conocen los procesos del día a día, sino porque su perspectiva única, muchas veces alejada de los formalismos del poder, les permite ver soluciones donde otros no las ven.
El proceso de innovación debe ser deliberado y profesional. No se trata solo de encontrar a un “genio solitario” en la empresa, sino de crear un entorno donde todos los trabajadores —desde el operario hasta el director— tengan la oportunidad de proponer mejoras. Es cierto que no todas las ideas serán revolucionarias, pero ignorarlas por completo simplemente por la posición de quien las propone es condenar a la empresa a un estancamiento inevitable.
Los datos, los casos históricos y la experiencia muestran que la verdadera innovación no tiene un nombre ni un cargo específico. En vez de eso, prospera en lugares inesperados, lista para ser descubierta por aquellos que tienen la sabiduría de escuchar a todas las voces.
Referencias:
- Tambe, P., Hitt, L., & Brynjolfsson, E. (2017). Data from 3.5 Million Employees Shows How Innovation Really Works. Harvard Business Review. Recuperado de https://hbr.org/2017/10/data-from-3-5-million-employees-shows-how-innovation-really-works
- Corrado, C. A., & Hulten, C. R. (2021). Innovation in the U.S. Economy: New Data and Prospects. Lexology. Recuperado de https://www.lexology.com/library/detail.aspx?g=6870be6e-2eb3-43d3-8275-3464e674c8be
- Sideways 6. (2020). Inspiring Examples of Intrapreneurship and Employee Ideas in Action. Sideways6. Recuperado de https://ideas.sideways6.com/article/inspiring-examples-of-intrapreneurship-and-employee-ideas-in-action